La isla del tesoro

Porque de pronto, en la lejanía, sobre la ciénaga, se escuchó un grito de furia. No tardó en oírse otro. Y a éste siguió un espeluznante y prolongado alarido. […]
Al escuchar aquel alarido, Tom se puso en pie de un salto, como un caballo picado por la espuela; pero Silver ni pestañeó. Se quedó sentado, apoyado en su muleta, y con los ojos tan fijos en su acompañante como una serpiente que se dispone a atacar.
[…]—Dígame, ¡en el nombre de Dios!, ¿qué ha sido ese grito?
—¿Eso? —repuso Silver sin dejar de sonreír, pero más alerta y receloso que nunca, con las pupilas fijas en Tom, tan brillantes como pedazos de vidrio clavados en aquel rostro—. ¿Eso? Me figuro que ha sido Alan.
Y al oír estas palabras, el pobre Tom pareció recobrarse.
— ¡Alan! —exclamó—. ¡Pues que descanse en paz su alma de buen marino! Y en cuanto a usted, John Silver, lo he tenido mucho tiempo por compañero, pero ya no quiero seguir siéndolo. Si he de morir como un perro, que sea cumpliendo mi deber. Habéis matado a Alan, ¿no es verdad? Pues ordene que me maten a mí también, si pueden. Pero aquí me tiene usted. Atrévase.
Y diciendo esto, aquel valiente dio la espalda al cocinero y echó a andar hacia la playa. Pero no estaba destinado a ir muy lejos. Dando un grito, John se agarró a la rama de un árbol, se quitó la muleta y la lanzó con la más tremenda violencia; el insólito proyectil zumbó en el aire y golpeó a Tom de punta contra la nuca; éste alzó sus brazos, abrió su boca en un sordo gorjeo y cayó a tierra.
Nunca supe si aquel golpe brutal había acabado o no con él, lo que parecía seguro porque sonó como si hubiera roto la columna vertebral. Pero de cualquier forma Silver no dio tiempo a averiguarlo, y con la agilidad de un mono, dando un salto, se abalanzó sobre aquel cuerpo caído y en un segundo hundió por dos veces su cuchillo, hasta la empuñadura, en su carne. Desde mi escondite escuché los jadeos con que acompañó cada uno de aquellos golpes.
Nunca he sabido verdaderamente lo que es un desmayo, pero en aquella ocasión durante unos instantes el mundo se desvaneció para mí y todo empezó a darme vueltas como un carrousel en la niebla: Silver y los pájaros, y la alta silueta del Catalejo, todo giraba ante mis ojos como un mundo patas arriba y oía lejanas campanas mezcladas con voces retumbar en mis oídos.
Al volver en mí, aquel monstruo se había incorporado, llevaba la muleta bajo su brazo y se había calado el sombrero. A sus pies yacía Tom inmóvil sobre las matas; poco reparó en él su asesino, que se limitó a limpiar el cuchillo tinto en sangre con un manojo de hierbas. Nada había cambiado en el bosque: el sol continuaba brillando inexorable sobre la brumosa marisma y en la alta cumbre de la colina; apenas podía yo entender que allí se había cometido un asesinato y que una vida humana había sido cruelmente segada ante mis propios ojos.

La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson.

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